Fue exactamente así...
Se besaban de una manera extraña. Rara, Inusual. No impúdica, no. Más bien todo lo contrario: extravagante, llena de solemnidad. Aquel momento siempre lo vi en color sepia, como aquellas fotografías antiguas que al mirarlas hoy, nos resultan tan lejanas como imposibles.
Las cenas en Shillstra. 31 resultaban una pintura con el claroscuro típico del barroco holandés y su empaste vigoroso. Un ambiente recargado para el pequeño espacio, casi ridículo espacio podría decir; y unos manjares demasiado copiosos pero estéticamente pefectos sobre la porcelana vienesa. Así se emprendía la noche… y cuando uno menos lo esperaba a una justa palabra, de Sheila (que desde luego nunca adiviné cual era, ni siempre era la misma), él se levantaba de la silla llevado por una fuerza mucho mayor que la centrífuga. Se acercaba por la espalda y tomaba su mano, que ella a su vez alargaba como una diva, una diosa que sabe que cuando llega ese momento el mundo se rinde a sus pies. Sin remedio. De esta manera él inciaba su boca apenas rozando la escultural mano desde los nudillos; pasaba así por la muñeca, el antebrazo, el codo, el brazo... Haciendo un recorrido en movimientos lentos, apenas posando sus labios en la encerada piel de Sheila. Sin prisa pero sin pausa, con rumbo a su tez clara, nítida , nívea casi transparente. Así llegaría al filo de su boca, mientras ella mantenía su cara levantada y la mirada baja pero eso sí, siempre por encima del hombro; de todos nuestros hombros, en realidad de todo nuestro mundo, que en aquel momento se centraba alrededor de esa escena.
Hendrik habría aprendido esos elegantes movimientos durante años, siglos. Durante esta vida y vidas anteriores. No cabía otra manera. En realidad no creo que nadie más que ellos pudieran interpretar mejor este lienzo de luz opaca y pesada, sacado de los mejores años del L´hermitage.
Seguía la noche, seguía el vino ocupando el cristal noble de Rosentahl; las velas bajo sus llamas ondulantes y serenas; y así... de nuevo se besaban, esta vez la divina se diganaba a mirar a su siervo. Sin pasión, sin ardor pero con esa parte del deseo que es fuego frío, pero fuego al fin y al cabo ingobernable y poderoso….
Parecía una secuencia sostenida en el tiempo, en un tiempo mucho más lento que el restante, como si gravitara menos la tierra, y nosotros estuvieramos atrapados, suspendidos allí, entonces y ahora.
Me viene a la memoria Sheila como la viva imagen de Norma Desmond en su mansión de Sunset Boulevard, con la única diferencia de que aquello no era precisamente una mansión, sino todo lo contrario.
1 comentario:
Esto no era un relato, era mi (quizá no muy acertada) manera de narrar las cenas del año pasado.
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